Las tragedias como la ocurrida en Galicia nos conmueven porque nos recuerdan que todos somos mortales, pero también nos alivian al sentir que, esta vez, no nos ha tocado a nosotros. Más allá de lamentar la irreparable pérdida de 79 vidas humanas, un accidente así me hace pensar en cómo hace aflorar los sentimientos familiares. Las familias, destrozadas, acuden con prontitud desde cualquier punto geográfico para interesarse por la suerte de los suyos. Y es natural. Ponerse en la piel de esas personas que, sin comerlo ni beberlo, se encuentran de pronto con que un miembro de su familia -hijo, madre, padre, tía, sobrina, prima, etc. – ha podido sucumbir a la catástrofe debe ser atroz.
Es curioso, no obstante, que en estos momentos no se perciban rencillas o desavenencias familiares. En todos los casos las familias afectadas cierran filas y emprenden una cruzada en pos de ese ser querido que puede haber perecido o del cual no sabemos nada. Todos los núcleos familiares se ven sólidos, solidarios, amorosos, bien avenidos. Claro que es muy posible que en ese tren viajasen ciudadanos intachables, generosos, desprendidos, excelsos cuyas familias, como una piña, desconozcan los sinsabores de la incomprensión, las trifulcas, las riñas, los gritos, la desconfianza, la deslealtad… en definitiva, los estragos de los numerosos problemas que jalonan la vida cotidiana de la ciudadanía. O quizá es que en esos momentos de confusión las enemistades quedan en suspenso, los odios aparcados, las envidias levitando, y todas las amarguras pasadas volatilizadas para dar paso a la cara luminosa de nuestro deudo.
No sé, cuando miro las cifras de separaciones anuales, los problemas con los hijos, las discusiones en las parejas, la incomunicación familiar, y las comparo con la respuesta que observo cuando ocurre una catástrofe como la de Santiago no puedo dejar de preguntarme… si las familias están tan bien avenidas ¿cómo es que hay tanta gente tan infeliz?