Para Anna Bacardit
¿Cuántos techos amarillos debe haber en toda la geografía española, europea, mundial? Muchos, demasiados. Techos que pueden ser amarillos, pero también verdes como la menta, azules como el cielo, negros como un pozo seco. Techos que las niñas, las jóvenes, las mujeres adultas miran mientras están siendo violadas, mientras las manosean, las humillan, las destrozan . Se acaba de estrenar El techo amarillo, el documental que Isabel Coixet ha realizado sobre las menores que sufrieron abusos de Antonio Gómez y Rubén Escartín, director y profesor, respectivamente, de la Escuela de Teatro de Lleida entre los años 2001 y 2008, caso que no llegó a los tribunales porque había prescrito. La justicia a veces solo es poética, pero justicia al fin, porque los hechos están ahí para quien quiera comprenderlos.
Este texto no es una crítica del documental, sino una reflexión sobre los numerosos temas que plantea y que son la clave para que estos hechos sucedan. En primer lugar, el poder: esa fiera jerárquica que se ejerce sobre quienes sabemos que no pueden defenderse. El poder de quien se cree impune, de quien piensa que nadie va a osar revelar el abuso cometido porque juega con ventaja, la ventaja que le otorga la sociedad al que manda. Al que no se cuestiona; sobre el que se hace la vista gorda por miedo, por vergüenza, por desidia o indolencia. Porque desvelar el secreto a voces puede traernos problemas, total para qué.
En segundo lugar, la falacia, hoy tan cacareada, del consentimiento. El consentimiento no es estar de acuerdo, no es otorgar, no es siempre el ejercicio la propia libertad. Consentir es aceptar que ocurra algo, pero puede permitirse por muchas razones, entre otras someterse a quien, como ya se ha dicho, tiene poder. Vanessa Springora retrata en su libro titulado, precisamente, El consentimiento la larga relación que mantuvo con el pederasta Gabriel Matzneff, escritor que adquiere triste fama por regodearse en la descripción que mantenía con niñas a quienes triplicaba la edad. Vanessa fue una de esas “niñas” que consintió con 14 años que un tipo de 50 la hiciera sentirse especial, igual que las chicas del Aula de Teatro de Lleida se sentían las “elegidas” cuando el profesor les hacía creer que las amaba. Otro caso de justicia poética el de Vanessa Springora, que vio cómo Matzneff cayó en el ostracismo cuando salió a la luz la obra de la hoy escritora.
La famosa ley del “Solo sí es sí” se basa precisamente en consagrar la idea de consentimiento, cuando sabemos que éste se puede otorgar por agradar, por no disgustar, por presiones sutiles que parecen halagos, por temor a no complacer, por miedo al rechazo, por cumplir los mandatos indelebles que la sociedad ha inscrito en las mentes, especialmente de las mujeres, y de las clases humildes en general. Las mujeres nos hemos pasado la vida consintiendo un rol social que rechazamos. Porque hay que repetir que consentir no es estar de acuerdo, sino transigir, claudicar, someterse ante alguien que tiene más poder.
Tercer elemento a destacar de El techo amarillo es la alianza que se establece entre los diferentes poderes; la complicidad entre la Administración y su capacidad para mirar hacia otro lado, ocultar o minimizar los comportamientos fraudulentos, cuando no cometerlos. La fraternidad que se forja entre quienes se creen iguales en la jerarquía social y las falsas amistades que se generan entre los poderosos, aunque ese poder sea de tercera categoría o residual.
Por último, pero no menos importante, la escasa credibilidad que se otorga a la palabra femenina, de la que siempre se duda, se recela, se sospecha porque ya se sabe que las mujeres somos perversas y siempre manipulamos a los demás, siguiendo la senda de Eva cuando dio de comer la manzana al pánfilo de Adán.
El techo amarillo habla de todo esto, pero también de la amistad entre las mujeres cuando sustituyen la rivalidad en la que hemos sido socializadas por ese sentimiento incomparable de reconocer en la otra tu cómplice, tu igual. Las mujeres no somos ángeles, desde luego, pero sabemos que juntas somos más fuertes. Y que siempre hemos estado de parte del sentido común y la racionalidad. Quizá un día no muy lejano se imponga esa poética que la justicia de los hombres nos niega. Y entonces todo el mundo sepa que, como las chicas de El techo amarillo, las feministas tuvimos el coraje de decir la verdad.