Siempre he pensado que hay cambios profundos y cambios superficiales. De hecho a estos últimos no habría que llamarlos cambios, sino acomodo, apariencia, disimulo. Se finge una postura por conveniencia, por miedo a la desaprobación de los demás, por la presión del entorno, por no desentonar, por no parecer trasnochado. Pero a la que se presenta la ocasión y se rasca un poco, emerge en toda su crudeza lo que no era cambio sino mero disfraz.
Es lo que está ocurriendo con las voces que alertan contra «la ideología de género», que utilizan un concepto abstracto, enrevesado y confuso que nadie sabe lo que quiere decir simplemente para rechazar lo que nunca se había aceptado con convicción, a saber, los avances y logros de las mujeres. Durante muchos años gran parte de la sociedad, especialmente de la población masculina, transigió con las reivindicaciones femeninas, que observaba con recelo y desconfianza, pero sin atreverse a plantear una abierta oposición. Hubiera parecido demasiado anticuado manifestarse en contra de la igualdad.
Pero como lo que no es cambio es impostura, actualmente asistimos al rearme del patriarcado, asustado, alarmado, temeroso de que las cosas no vuelvan a ser nunca más como fueron. Estupefactos ante la pérdida del poder sobre las mujeres, la desaparición de los privilegios, el desconcierto de no saber qué significa ser hombre ni cuál es el papel que le corresponde después de haber sido, durante siglos, la medida de todas las cosas.
En nuestro país la bandera contra el feminismo, rebautizado como «ideología de género», la enarbola un partido, seguido de cerca por otros que no se habían atrevido a oponerse al cambio, que no va a dejar de crecer y aglutinar adeptos: todos aquellos -y ¡ay! aquellas – que preferirían que el modelo de relación entre hombres y mujeres se mantuviera como en el pasado. Pero la mayoría de las mujeres sí ha experimentado un cambio en el estado de conciencia y este cambio, queridos, no tiene vuelta atrás.
Que la Dea ťescolte!