Acabo de ver la serie sobre el crimen de Rocío Wanninkhof ocurrido en 1999 y conforme he ido viendo los capítulos crecía mi indignación. He acabado no solo indignada, sino también avergonzada. Avergonzada de un país que permite una justicia tan chapucera que es capaz de mandar a la cárcel año y medio a una mujer con solo unas conjeturas que ni siquiera llegaban a indicios racionales de culpabilidad.
El caso de Dolores Vázquez es uno de los más ignominiosos errores judiciales que he visto en mucho tiempo. Seguro que hay otros, pero este clama al cielo por la indignidad de cómo se llevó a cabo: como hay que encontrar un culpable del asesinato de la joven Rocío Wanninkhof, construyamos un perfil delicuencial (palabras del miserable ministro de entonces, Ángel Acebes) y atribuyámosle el muerto. No importa si no hay móvil, lo inventamos; que no hay pruebas, las imaginamos; que hay coartada, la obviamos. Resulta inverosímil que Dolores pudiera salir de su casa donde cuidaba de su madre y un bebé y en un cuarto de hora matara a la joven Rocío y volviera a su casa como si nada. ¿Y el arma del crimen? ¿Y la ropa ensangrentada? ¿Y el traslado del cadáver que apareció en un lugar distante? Cómo alguien pudo pensar que esa mujer pudiera hacer todo eso sin mancharse las manos, sin cometer errores, sin contradecirse, sin derrumbarse.
Qué vergüenza da oír las explicaciones de los responsables judiciales, policiales o periodísticos. Qué vergüenza dan los miembros del jurado que emitieron la sentencia de culpabilidad, qué vergüenza da ver el circo mediático que acosaba la casa de la supuesta asesina. Qué vergüenza da la resurrección de un histriónico abogado madrileño que vuelve del baúl de los recuerdos, dispuesto a remover el cieno con tal de recuperar el esplendor de que gozó tiempo ha. La única persona digna de todo el circo en que se convirtió el caso Wanninkhof es Pedro Apalategui, el abogado de Dolores, que mantiene siempre una actitud coherente y humana.
Y qué vergüenza y qué miedo dar ver cómo la gente lo mismo vitorea que lincha a una persona o pasa de considerarla un héroe a convertirla en villano; con qué facilidad se manipulan las conciencias, cómo sobrecoge descubrir lo fácil que resulta que la masa aborregada por los medios condicione las decisiones judiciales. Y da más pena que vergüenza ver cómo una mujer dolida, la madre de Rocío, se empeña obstinadamente en culpar a su antiguo amor, incapaz de reconocer su error.
Es lo que tiene que la justicia se base en “intuiciones”, en “corazonadas”, en “emociones”. En estar íntimamente convencidos de que alguien es culpable, como llega a decir un mando policial. Si no lo es, no importa, porque el corazón nos dice que tenemos razón. Es lo que tiene que los sentimientos invadan el ámbito legal. Es lo que tiene que no haya que aportar pruebas para corroborar lo que decimos, solo mostrar nuestras “convicciones” subjetivas.
En ese peligroso camino se está embarcando cada vez más la justicia, que las emociones invaliden la razón. La justicia no puede dar carta de naturaleza a las percepciones internas. Toda decisión judicial tiene que estar basada en evidencias, en pruebas sólidas que fundamenten resoluciones que afectan nuestra vida en común. Lo contrario es llegar al despropósito del “Yo soy quien digo que soy” y que a partir de que yo lo afirme la gente tenga que llamarme Napoleón.
Quizás convendría decir aquí también que hubo un juez, D. José Cano Barrero, magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, mi suegro, que tuvo la valentía de poner a Dolores Vázquez en libertad por considerar que la decisión del Jurado no se ajustaba a la Ley, lo que le supuso no pocas críticas a su decisión. Hubo que esperar hasta la detención de Tony Alexander Kin, asesino confeso de Rocío para que se reconociera la inocencia de Dolores, la ruindad de los medios de comunicación y la valentía del Juez que hizo justicia