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Burka poliédrico

La realidad siempre es mucho más compleja de lo que parece. Estamos habituados a pensamientos sencillos, frases hechas, tópicos, encasillamientos o clichés, de tal manera que no resulta fácil, en ocasiones, manifestar un pensamiento original. Como mujer occidental me horroriza la idea de ir por la calle emboscada en un burka, una de esas prendas que dejan sólo una rejilla a la altura de los ojos, y que es de casi obligado cumplimiento en Afganistán y otros países árabes. Y sin embargo, no estoy segura de que lo mejor sea prohibir su uso entre las pocas, poquísimas mujeres, que en nuestras ciudades y pueblos, suelen vestirlo. De hecho en Barcelona no he visto nunca un burka auténtico. Sí he visto algunas mujeres vistiendo niqabs, que es casi tan aparatoso como el burka pero sin rejilla. Es una prenda negra que tapa totalmente el cuerpo femenino pero deja visible los ojos. En las grandes ciudades lo suelen llevar ciudadanas egipcias, muchas de ellas asiduas compradoras de El Corte Inglés y boutiques de lujo, bajo cuyo manto negro se adivina un tejano desgastado y unas zapatillas deportivas. No sé de cuántas mujeres estamos hablando, pero en España las ciudadanas que lo llevan son, desde luego, una minoría. ¿Qué hacer? ¿Una ley que lo prohiba? ¿Es necesaria? ¿Bajo qué criterios?

Según la ley del Parlamento catalán, las razones son básicamente de «seguridad», pero a mí me parece que eso es un subterfugio comprensible ante una práctica inquietante para la mirada occidental. Creo que el uso del burka-niqab obedece a una práctica atávica pero que, de momento, no reviste tanta gravedad como para considerar que tras esas prendas puedan ocultarse personas amenazadoras. Más que una ley, lo que las mujeres que lo llevan necesitan -las residentes habituales, no las turistas ocasionales, que por mí como si se visten de lagarteranas-  es pedagogía, comprensión, mediación, reconocimiento, acogida, compañía. El burka o el niqab es una cárcel para la mujer. Un hábito monstruoso que oculta su cuerpo, le resta movimientos, la convierte en un fantasma oscuro que se desplaza con dificultad, sólo para que su cuerpo no sea expuesto en público, no vaya a ser que provoque la concupiscencia de los hombres que la contemplen.

Cuando se invoca el derecho a la libertad  individual para justificar prácticas infames (ya sea la prostitución, ya sea la drogadicción, ya sea la ablación de clítoris o vestir el burka) suelo responder que las personas tienen tanto derecho a hacer todas esas cosas como a tirarse desde un séptimo piso, y sin embargo no alentamos a que el personal se suicide (aunque todo se andará). Yo no creo que una ley que prohiba el burka sea la solución a esta práctica ancestral, pero en aras de la libertad individual tampoco estoy dispuesta a reclamar el derecho de las mujeres a vivir en una prisión.

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