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Tetrapléjica del alma

Cuando cumplí 40 años (¡40 años!) escribí: «He vivido los mejores cuarenta años de la vida, a partir de ahora todo es prepararse para la decadencia. ¿Qué me queda por hacer?».  Pienso en ello al leer el artículo de Maruja Torres en El Semanal de El País (1/4/12) donde refiere lo que le dijo Trintignant a Paul Auster con motivo de la edad: «Cuando tenía 57 años me encontraba viejo. Ahora, a los 74 me siento mucho más joven que entonces».  Suscribo una a una sus palabras. Ahora que tengo 56 sé que me quedan muchas cosas por vivir, muchas sensaciones que experimentar, muchos placeres por descubrir. Cuando tenía 40 años me sentía acabada, en una situación profesional excelente pero sin ilusiones, con la idea de que si la vida era aquello, Karl Kraus tenía razón al decir que la vida era un esfuerzo digno de mejor causa. Pero no. Era yo, y quizá Kraus, quien estaba equivocada. Era yo quien creía que mi vida no tenía sentido porque tenía miedo: miedo a las personas, miedo a vivir, miedo a experimentar, miedo a la soledad, miedo a sentir. Lo que había hecho hasta los 40 años no había sido más que sobrevivir. Siempre pensaba que la vida debía estar ocurriendo en alguna otra parte. Era  una superviviente. Situaciones vitales adversas que no es momento de explicar habían estructurado mi forma de estar en el mundo como una espectadora: expectante pero sin participar. Todo en la vida era para mí una prueba, un examen, un juicio, un tribunal. Me convertí en una experta saltadora de vallas en cuyo horizonte había obstáculos sin fin. Todo eso acabó cuando dediqué diez largos años de mi vida a conocerme, a saber de dónde venían mis dificultades, a explorar mi interior. Fue un período doloroso, pero de allí, poco a poco, empezó a emerger una luminosidad que nunca había imaginado. La aventura que representó saber quién y cual era mi historia desembocó en la ruptura de mi pareja, pero también -después de sentimientos devastadores- en una explosión de alegría y vitalidad. Ahora lo puedo decir: soy feliz. Mientras fui tetrapléjica del alma me convertí en una máquina de hacer. Ahora soy una persona que siente y hace. Hacer, lo justo. En cambio siento el sol que se cuela cada día por mi ventana, el soplo de aire que azota mis mejillas cuando camino, la luz de la tarde que declina en mi terraza, la estrella que aparece cada noche frente a mi balcón. La vida ha adoptado una intensidad que nunca había sospechado, y cada día es un regalo para desenvolver. Mi relación con la gente ha cambiado: con mi trabajo, con mis vecinos, con mis amigos, con mi familia. Como Violeta Parra, doy gracias a la vida que me ha dado tanto. Y hoy quiero compartir con aquellas personas que me lean que puede que no sepamos qué sentido tiene La Vida en general. Pero si mi vida lo tiene, también lo tiene la de todos y cada uno de ustedes.

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