Mientras el feminismo fue considerado un movimiento protagonizado por unas cuantas mujeres locas que se dedicaban a reclamar derechos para todas (a la sexualidad, al propio cuerpo, al aborto, al trabajo, a la libertad, contra la violencia, etc.) la mayor parte de la sociedad lo observaba con cierta condescendencia. Muchas mujeres se distanciaban de las feministas por considerarlas poco «femeninas», aunque luego con el tiempo se beneficiaran de las reformas que aquellas descocadas propiciaron. Muchos hombres progresitas compartían las reivindicaciones, pero la inmensa mayoría las veía con cierto desdén y desprecio. Muchos, con cierto paternalismo, alentaban sus demandas dándoles golpecitos en la espalda, y algunos no podían dejar de hacer el viejo chiste de «yo soy feministo, porque me gustan mucho las mujeres». En fin, mientras no se tocaran los privilegios masculinos ni representara cambios reales en el statu quo y todo quedara en unas cuantas manifestaciones para celebrar el día 8 de marzo, todo estaba bien. Había que ser modernos.
Cuando aquellas primeras demandas y reivindicaciones (que hoy nos parecen tan sensatas y razonables que resulta escandaloso que hubiera que reclamarlas) se fueron concretando en medidas reales, en leyes, en un cambio progresivo en el estado de conciencia de la mayoría de las mujeres, que ya podían declarar que estaban a favor de la igualdad aunque no eran feministas, el recelo empezó a crecer entre el colectivo masculino. Muchos empezaron a despotricar contra las medidas de acción positiva, contra las cuotas, contra la ley integral contra la violencia, contra lo que ahora llaman «ideología de género». Empezaron a sentirse amenazados, a calificar de feminazis a las mujeres que seguían luchando por una sociedad igualitaria. Es decir, mejor.
En lugar de preocuparse de la violencia ancestral que unos hombres han ejercido contra otros hombres a lo largo de la historia (y contra las mujeres, claro) empezaron a inventar una violencia que apenas existe, a considerarlas unas revanchistas, a acusarlas de beneficiarse de las leyes, de quedarse con los hijos y los bienes en caso de divorcio. A esquilmarlos. En definitiva, en lugar de cuestionar la masculinidad tradicional y aceptar la larga historia de desigualdad que han tenido que afrontar las mujeres, y que todavía persiste, y comprometerse con una revisión crítica de su propio rol, han decidido iniciar una pertinaz involución hacia ninguna parte. No van a revertir la situación porque la razón está de nuestro lado y las feministas volveremos a salir a la calle si hace falta. Y ahora somos muchas más.