Si algo hay común a todos los humanos ello es confundir nuestros deseos con la realidad. Nos hacemos una idea y creemos que se corresponde con lo real. Así nos engañamos una y otra vez pensando que nuestras fantasías, nuestra interpretación de los hechos, nuestra visión de la vida, nuestros pensamientos sobre las cosas son una imagen certera del mundo exterior, que se va a comportar como a nosotros nos gustaría. Eso nos pasa a todos. Pero si ya es grave y penoso para las personas corrientes en su cotidianidad, que tropiezan una y otra vez con la misma piedra porque pensaron que los demás se comportarían como ellos deseaban, mucho peor es que eso le pase a individuos que pretenden ocupar (o que ocupan) un puesto de relevancia política o social.
Vemos ejemplos de esta deformación cada día. Un presidente de gobierno que está convencido de que «España va bien», porque él así lo desea. Un grupo de personas que discrepan en el seno de un partido y automáticamente deciden crear otro pensando que las masas van a seguirlas de manera incondicional. Un líder que se cabrea con sus correligionarios y anuncia a bombo y platillo que se marcha creyendo que basta su sólo nombre para encabezar un nuevo movimiento social. Luego vemos que esos iluminados fracasan estentóreamente porque resulta que han confundido sus deseos con la realidad. Eso le pasó a Miquel Roca y su «Operación Reformista» en 1986; le pasó a Pilar Rahola y Angel Colom con su prematuro PI en 1996; les pasó a Esquerra Unida i Alternativa, (EUiA) grupo del que muchos se preguntan todavía quiénes son; le pasó a Joan Carretero al escindirse de Esquerra Republicana para formar Reagrupament; y les pasará también a los de MES, el partido escindido del PSC y ya veremos en qué acaba toda la movida de Izquierda Unida y el PCE.
El resultado es que los partidos políticos -sobre todo los de izquierda- se desintegran y si alguno de ellos tenía opción de ganar, la pierden. Y pierden todos, los que se quedan y los que se van. Y cuando la sociedad está hastiada de ese batiburrillo de luminarias a los que sólo conocen en su casa a la hora de comer, aparece alguien que dice lo que la gente quiere oír y se hace el amo del cotarro, llámese Pablo Iglesias o Carme Forcadell.
Confundir los deseos con la realidad es muy humano, pero reincidir en el error, una y otra vez, es de imbéciles.